Este es un mal que tenemos tendencia a sufrir los licenciados en filología. Nos pasamos tanto tiempo tratando la lengua como objeto de estudio y disección que la mayoría de las veces se nos olvida que es mucho más que un montón de reglas gramaticales, categorías morfológicas o análisis sintácticos. Se nos olvida que la lengua es un instrumento de comunicación y que como tal hemos de tratarlo. Se nos olvida que utilizamos la lengua, los gestos y un millón más de mecanismos para comunicarnos, que la comunicación está en un millón de sitios y que existen múltiples formas de realizarla. Estamos tan aquejados por el mal filológico y la visión académica que cuando nos sacan de ese mundo y nos meten en una clase de LE o L2 para impartirla no sabemos manejarnos, o tenemos muchas dificultades para llegar al alumno que no pertenece a este ámbito.
Con toda esta introducción sólo quiero explicar que me he dado cuenta de que mis carencias formativas no lo son a nivel científico-técnico, tal y como creí en un principio -como buena filóloga me he pasado años entre análisis sintácticos, categorías morfológicas, historia de la lengua y otras tantas cosas de este tipo-; sino que tienen mucha más relación con el desarrollo de habilidades docentes y las cuestiones pedagógicas. (Atención, que no estoy diciendo que estos conocimientos científico-técnicos no sean necesarios para desempeñar nuestro trabajo, eh?! Que nadie se me precipite. Son una parte más de los conocimientos o habilidades que necesitamos para desarrollar nuestro trabajo). Si bien, creo que los problemas que me puedan surgir a nivel científico-técnico seré capaz de resolverlos porque durante los años de facultad me enseñaron como hacerlo. Sin embargo, la mayor parte de mis dudas siempre han tenido relación con la pregunta: ¿Cómo enseñar esto o aquello? ¿Cómo mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Cómo se sienten los alumnos? ¿Cómo es este ejercicio? ¿Cómo he actuado en clase?¿Cómo ha ido la clase? ¿Cómo podría enfocar este problema? y así un largo etcétera. De ahí que quiera formarme desde el punto de vista didáctico y pedagógico porque es la parte de mi desarrollo profesional que creo peor desarrollada; de ahí que haya emprendido las lecturas que he acometido y sobre las que vuelvo una y otra vez, así como las cosas sobre las que voy escribiendo. (Aún trato de averiguar qué es un portafolio, qué es un profesional reflexivo, cómo actúa y todas aquellas cosas relacionadas con él, pero sé que es la vía adecuada para mí). Quiero curarme del mal filológico y tomarme el bálsamo medicinal de la pedagogía y la didáctica a través de la reflexión. De hecho, ya he asumido que este proceso reflexivo que he comenzado continuará a lo largo de mi vida docente, la cual espero que sea larga.
Toda esta reflexión me ha surgido a raíz de conversaciones con otros profesores de español y de un artículo sobre educación que leí anoche en una revista no especializada. Era un artículo muy interesante -al menos yo le encontré una interpretación en el marco de mis intereses- que hablaba sobre el papel del profesor en la actualidad. Todos hablamos de que el modelo de profesor ha cambiado, que la forma de educar ha cambiado, de que los alumnos han cambiado; predicamos determinadas maneras de hacer las cosas pero en algunas ocasiones no nos paramos a observar si nosotros hemos cambiado. ¿Realmente nos entretenemos en averiguar si esto es así o no? Yo, particularmente, no creo que mi labor sea verter un montón de conocimientos y marcharme; intento preocuparme por mis alumnos -también, por mí- y todo lo que está relacionado con ellos -su tiempo libre, sus preocupaciones, sus estados de ánimo…-. En definitiva, me preocupo de sus cosas; eso sí, sin entrometerme porque tampoco es cuestión de intimidar a nadie.
PD: Hoy (11.10.07) he escuchado el podcast nº7 LdeLengua que publica Francisco Herrera y creo que viene muy a cuento de lo que aquí comentaba.